El renacer del artista silenciado

«De tan humilde que era —dice el poeta ultraísta exiliado Pedro Garfias— nos humillaba a todos». Habla, naturalmente, de Ramón Acín, artista vital, pedagogo, anarquista, escritor que fustigó a los inicuos y arremetió contra la arrogante clericanalla; gran amigo de sus amigos que dejaba de par en par abierta la puerta de su casa que era ágora y museo... el humilde Ramón Acín asesinado por sus vecinos de Huesca —también Conchita, su compañera inseparable—, el hombre de manos limpias y gran corazón que siempre estuvo presente en su ciudad aunque nunca una calle llevó su nombre, ni una placa advierte la casa donde nació. El parque de Huesca, al que acudía con sus alumnos para pintar la primavera de abril o el aleteo de un pájaro, ha sido el reducto de su memoria a través de un monumento sencillo y revelador, infantil al tiempo que obra de extraordinaria madurez e inteligencia: Las Pajaritas, o Pajaricas, como él gustaba decir. Inexplicablemente no fue destruido durante el cerco de Huesca ni tampoco en la posguerra prolongada sin piedad durante tantos años. Los vencedores nunca consideraron el poderoso arraigo que este sencillo juego papiroflexico iba a establecer entre un nombre, Ramón Acín, y el hecho mismo de su asesinato en las tapias del cementerio. La callada presencia del arte a través de esta feliz evocación de la infancia, ha traspasado con tesón irreductible muchos inviernos en beneficio de la memoria y también de una necesaria reparación histórica que quiebre el silencio.

Pero ha tenido que pasar tiempo, demasiado tiempo, para comenzar a recuperar en su verdadera dimensión al artista y su legado. «Ramón Acín todavía está renaciendo», me dice su hija Katia desparramando la mirada por las paredes de su casa en la Calle del Parque, donde la presencia del pintor, dibujante, escultor, coleccionista... se revela en plenitud creadora. Katia, en realidad llamada Ana María, Teresa de Jesús, Katia y Titania Acín Monrás —Titania era un nombre apreciado por Acín, por ser el de la reina en la obra de Shakespeare Un sueño de la noche de San Juan, más conocida por El sueño de una noche de verano—, Katia, decimos, a punto de cumplir ochenta años, evoca la figura de sus padres y de su desaparecida hermana Sol, con la que afrontó una traumática orfandad cuando todavía no había cumplido trece años y la pequeña de las dos hermanas apenas contaba con once. «Éste era uno de sus objetos preferidos», señala, y descuelga un fraile capuchino de desvaídos tonos tallado en madera y armado de guadaña, como los que acompañan el calendario perpetuo o indican con engañosa precisión el tiempo venidero. Así era el buen Ramón Acín, anticlerical, pero no desdeñoso con curas humildes y frailongos, amigo de chamarileros, perseguidor de mil objetos que coleccionaba aún a riesgo de desbaratar a menudo la economía familiar.

Katia ha conocido el florecer social y político que trajo la República, el desgarro y la aspereza del franquismo, la cada vez más cuestionada transición, esta democracia hija de mil contradicciones... «Hemos pasado épocas terribles —reflexiona con serenidad y aplomo—, la sociedad, es cierto, ha mejorado, pero lo que mi padre pretendía, lo que en su idealismo buscaba, los planteamientos de aquellos jóvenes revolucionarios e idealistas no se han conseguido ni se pueden conseguir. A pesar de todo no soy pesimista, al contrario, me siento irremediablemente optimista. Tampoco busco el agravio, he procurado luchar contra los malos sentimientos, aunque tanto mi hermana como yo podíamos haber sido rencorosas, vengativas contra gente de Huesca que se portó muy mal con nosotras. Hemos convivido con toda esta gente sin resquemor... Con todo, hoy, la gran idea frustrada de todas las que animaron el ideario de mi padre es la educación. El arte, pro ejemplo, no está al alcance de todos, ni su conocimiento ni su disfrute. También vemos cómo se ahondan las desigualdades sociales contra las que mi padre lucho tanto, ricos y pobres, cultos e incultos, las diferencias parecían insalvables. Mi padre era tan generoso, tan idealista, tan desprendido que es muy difícil seguirle hoy, tartar de alcanzarle». Ramón Acín, cabe decir en este punto, nunca vendió su obra, la regalaba graciosamente a sus muchos amigos.

La ciudad y el artista

En noviembre de 1982, el impulso del Instituto de Estudios Aragoneses y del alcalde, el derechista José Antonio Llanas Almudébar, propiciaba la inauguración en Huesca de una gran exposición en torno a la obra del artista. Este acontecimiento, mal digerido por el tan residual como recalcitrante franquismo provinciano de la época, tuvo como escenario el desaparecido Museo del Altoaragón, ubicado precisamente en el lugar donde había estado la cárcel en la encerraron a Ramón y Conchita en 1936. La muestra buscaba, de acuerdo con las intenciones de Katia y Sol enunciadas en aquella ocasión, «la recuperación de la obra de un artista oscense de una talla muy considerable», además del «reconocimiento de actitudes y compromisos de todos aquellos que, como Acín, fueron objeto de persecución y ensañamiento por sus ¡deas y compromisos libertarios, antifascistas y democráticos». «Yo creo —dice ahora Katia— que aquello fue un aldabonazo. Se reconcilió la ciudad con su artista. Llanas, el alcalde, cumplió un papel importante que yo agradecí; a él le interesaba la figura de Acín hasta el punto de que llegó a comprar una obra, un cuadro de Alquézar que encontró en una subasta en Madrid. En cuanto a la recuperación, todavía no se ha logrado del todo. El renacimiento que tiene que llegar confío que se alcance ahora, con esta exposición que se inaugura por estos días y que prepara Concha Lomba».

«Durante mucho tiempo —Katia, que por un momento ha quedado ensimismada, imprime un giro a nuestra conversación— mi padre ha estado oculto, muy oculto. No podía haber estado más... Cuando empezó la guerra yo era una niña, pero una niña muy lista y debía ser muy guapa además, a mi padre le preguntaban por ello si había algún judío en la familia... me di cuenta de todo, de cuándo vinieron, de cómo los bajaron por la escalera y se los llevaron, la policía saqueando la casa. Todo lo recuerdo.

Asistí a todo esto en la planta de abajo, en casa de mi tía Enriqueta, la hermana de mi padre con quien se adoraban, y que había muerto un mes antes; desde allí vi cómo se llevaban libros en coches, algunos de los cuales escondían los policías debajo de los asientos para quedárselos. ¿Cómo pude aguantar? No lo sé. Si te dicen lo que vas a pasar, dirías que es imposible. Pero no me volví loca... Nadie me vio llorar tampoco. Mi hermana hablaba mucho con mis primas que eran bastante mayores, mientras que yo, cuando quería llorar me encerraba en el sótano. Además tuve una especie de orgullo de lo que había pasado. Me sentía orgullosa de las circunstancias, orgullosa de la muerte de mis padres. No me consideré en ningún momento agraviada, ni injuriada por ser hija de rojos, como decían. El concepto que tenía de mis padres entonces es el que sigo teniendo ahora.»

«Los buenos vecinos de Huesca»

"Huesca era Granada", sentenció certeramente el historiador Carlos Forcadell estableciendo un paralelismo entre dos grandes personajes —y buenos amigos— abatidos por la saña fascista, Lorca y Acín. Ambos, intelectuales comprometidos, fueron sacados de sus improvisados refugios para morir ante un pelotón de fusilamiento. En los dos casos, además, la cobarde delación jugó un papel sustantivo.

En la madrugada del 19 de julio de 1936 tenía lugar en el Gobierno Civil de Huesca una tensa reunión en la que participaron dirigentes políticos y sindicales, Acín entre ellos. La presión de los ciudadanos oscenses unida a la de gentes llegadas desde muchos puntos de la provincia, no logró vencer la resistencia del gobernador a entregar armas a la población civil que pretendía parar el golpe militar y defender la legalidad republicana. Ramón Acín, alineado con la tesis menos beligerante, se escondió en su casa. En la amplia casona de la calle las Cortes existía un hueco en un rincón en el que Conchita se arreglaba frente al espejo, allí colocaron una aparatosa consola que impedía apreciar el habitáculo y Acín permanecía oculto. Falangistas y policías fueron en varias ocasiones en busca del peligroso anarquista, pero no lograron hallarlo. Sin embargo, un vecino policía —Katia prefiere no repetir su nombre porque le hace daño el solo recuerdo— supo de algún modo que Ramón Acín se encontraba en la casa y el 4 de agosto el policía Gómez, conocido represor y enemigo de disolventes republicanos, se presentó en la vivienda dispuesto a todo. Apaleó a Conchita Monrás hasta que sus gritos de dolor sacaron a su maridó del escondite. Los dos fueron detenidos y bajados por la escalera a empujones y coléricas voces. Katia y Sol contemplaban horrorizadas la detención en el umbral del piso de abajo.

Mientras Ramón y Conchita eran introducidos en el coche policial, un grupo de vecinos y curiosos aplaudían la acción represora. Un grupo en el que es posible que hubiera alguno de los que el 14 de abril de 1931, tras proclamarse la República fueron en manifestación a vitorear a Conchita y sus hijas, quienes hubieron de salir al balcón a saludar a la muchedumbre en ausencia de Ramón, todavía en el exilio parisino por su participación en los sucesos de diciembre del año anterior en Jaca. Se trataba, con seguridad, de «los terribles vecinos españoles» a los que se refirió Max Aub en La gallina ciega, «aquellos que denunciaron a troche y moche», los innominados aún hoy «buenos vecinos de Huesca».

El 6 de agosto Ramón Acín caía fusilado en las tapias del cementerio de la ciudad a la que tanto había querido. Él solo frente a un pelotón en el que había conocidos falangistas voluntarios. El día 23 moría Conchita junto a casi un centenar de republicanos por el grave delito de ser la esposa, la compañera de Acín. «No pudimos ver a mi madre en la cárcel en todo este tiempo. Sabemos que estuvo en condiciones penosas y que lo pasó muy mal. Se despidió de nosotras a través de una reclusa que sólo muchos años después nos lo pudo trasmitir. Recuerdo que cuando llevaban a los detenidos camino del cementerio había gente aplaudiendo en los balcones de las casas más importantes del entorno de la cárcel, no se me olvidan sus caras... Era todo tan horroroso que con Sol apenas hablábamos de ello, había una especie de pudor, una necesidad de silencio para no aumentar nuestro dolor. Nos guardábamos la amargura sin decir una palabra. Daba la impresión de que éramos muy parecidas, pero en realidad no era así, éramos distintas: ella tenía más relación y confianza con alguna amiga que conmigo, no queríamos dañarnos». Katia y Sol quedaron al cuidado de su tío Santos Acín y a principios del año 37 se trasladaron a Jaca donde cursaron estudios reglados por primera vez en su vida: Ramón nunca las llevó a la escuela. «Mi madre me tomaba la lección de geografía mientras peinaba mis largas trenzas», refiere Katia, «mi padre, exigente y estricto con el dibujo me hacía repetir una y otra vez los bocetos de unas manos que nunca quedaban como a él le gustaba». A Sol la iniciaban sus padres en el dominio del violín. Tanto Ramón como, sobre todo, Conchita, tocaban el piano en aquella casa donde la cultura, el arte, el amor por la belleza en cualesquiera de sus manifestaciones constituía una gozosa militancia y un placer compartido a raudales.

«Nunca pensó que ocurriría...»

La vivienda de la calle las Cortes fue en buena medida saqueada. Montones de papeles con dibujos, textos manuscritos de Acín se quemaron en el mismo salón en el que habían reído, jugado y aprendido Katia y Sol. Ardieron en una casa convertida ya en una evocación de la tragedia, un desolado lugar por el que en tiempos felices y esperanzados habían pasado personajes como el capitán Fermín Galán; Rafael Sánchez Ventura, padrino de Sol y gran amigo de la familia; Luis Buñuel con su proyecto cinematográfico sobre las Hurdes; el humorista gráfico Roma Bonet i Sintes, conocido como «Bon»; Ramón Gómez de la Serna, quien dejó dedicados dos libros de cuentos ilustrados, El gorro de Andrés y El marquesito en el circo... Allí había ejercido su magisterio «nada combativo —puntualiza Katia— aunque sí muy ideologizado» el querido y respetado profesor de dibujo Ramón Acín.

«Tenía muy buena relación con Luis Duch, de Jaca. Recuerdo cuando se refería a la sublevación y también cuando nombraban al general Lasheras a quien le habían pegado un tiro en el culo. Fermín Galán era muy cariñoso con nosotras, su hermano Paco también y su madre, que venía todos los años para el aniversario de los fusilamientos y se iba con mi madre a la Catedral donde encargaban misas... Con los Sender, que vivían muy cerca de casa también tuvimos mucha cercanía y amistad, en especial con Carmen y Asunción que nos dio clase, con Amparito, casada con mi tío Joaquín, y desde luego con Manuel, alcalde de Huesca... Con Pepe [Ramón José Sender] no se me olvida una agria y acaloradísima discusión política en Saqués, donde veraneábamos, aunque no se llegaron a enemistar... Mi padre era un gran conversador y conferenciante, un hombre muy bondadoso. En cierta ocasión Sol me trasmitió una revelación que le hizo en Madrid Rafael Sánchez Ventura, en torno a un atentado que habían planeado los anarquistas para acabar con la vida de Franco siendo director de la Academia en Zaragoza, y que se paralizó por la intervención de Ramón. Es posible que mi padre intuyera algo en relación con la guerra, pero en realidad nunca pensó que ocurriría... y mucho menos con la virulencia que adquirió la represión. En casa estaba escondido también desde el primer momento su amigo el zapatero Juan Arnalda, quien escapó el día anterior a la detención. Mi padre podría haber hecho lo mismo y sin embargo...».

Katia Acín, que nunca ha militado en organización política alguna, se casó joven y por paradójico que pueda parecer, con un militar de carrera. «Mi marido, cuando la guerra, estaba preparando oposiciones a registros, era abogado. Se tuvo que alistar y fue alférez de complemento, luego teniente y al finalizar la guerra capitán. Tenía que vivir de algo, y si hubiera tenido la oportunidad de seguir con los registros hubiera abandonado el ejército. Nos conocimos en Huesca, nos enamoramos, aunque a mí no me gustaba que fuera militar y por esto le hice sufrir mucho. Tampoco a los militares les gustaba la idea de que se relacionara conmigo, ni a su familia que era muy de derechas, pero él era un hombre muy inteligente, extraordinario, comprensivo, culto... dio un giro total a lo largo de nuestra vida. Finalmente hizo oposiciones a secretario de ayuntamiento y abandonó la carrera militar. Los años que viví con él fueron los años que se mitigaron mis recuerdos. Murió en 1977.».

Licenciada en Historia (Universidad de Zaragoza, 1944), no lo ha tenido fácil tampoco en su carrera profesional una «hija de rojos» que quiso ejercer como profesora de instituto. En sus avatares laborales en pleno franquismo hubo de enfrentar a menudo el estigma determinado por la procedencia ideológica familiar. Una vez jubilada, Katia se decidió a estudiar Bellas Artes, cumpliendo los dictados de una vocación en cierta medida oculta a lo largo de su vida. «Yo sé que tenía condiciones, cierta facilidad y mi padre, que me enseñó a dibujar, estaba muy satisfecho de mí y me veía con aptitudes. He heredado su gesto, no hay ningún mérito por mi parte...». Se ha especializado en pintura y también en grabados (Universidad de Barcelona, 1993), habiendo expuesto con éxito en relevantes galerías; cuenta con obra en la Biblioteca Nacional, en el Ayuntamiento de Zaragoza o en el Museo de Arte de Coburgo (Alemania).

Katia confiesa que le gustaría exponer en Huesca, quizá de nuevo, como hace poco más de un año en la sala barbastrense de la UNED, en familia, mostrando su obra junto a la de su padre. «Soy humilde, sé que no puedo compararme con mi padre, son dos ámbitos diferentes. Lo que yo hago, en cualquier caso es también un homenaje a mi padre». En las salas de la UNED entre las pinturas de Ramón y los grabados de Katia se colgó una enorme fotografía del artista oscense, una imagen que buscaba con franqueza y bonhomía inequívocas los ojos del visitante que al punto quedaba seducido. Katia le habló a aquel rostro de «mirada profunda, intensa y comunicadora», señala en tono de honda y emocionada admiración, para decirle que le hubiera gustado tener «más fuerza» para haber sabido sacar adelante ella sola la obra de su padre: «ayudo todo lo que puedo a los que lo intentan, pero yo, por mí misma, me considero incapaz, es demasiado dura esta tarea». «Me comunicaba con mi padre a través de esa imagen, de ese enorme retrato y lo sentía muy próximo. Le decía que siempre he estado muy orgullosa de ellos, de los dos, que vi nuestra casa, esa casa grande y misteriosa, profanada, que tuve que aprender a callar pero que ningún acontecimiento influyó en mí para cambiarme. Le decía que no tuviera temor, que había sido coherente con lo que ellos me habían enseñado». El magisterio supremo de la dignidad.

Por VICTOR PARDO LANCINA