La Anunciación

Goya. La Anunciación. Hacia 1785

La Anunciación
Hacia 1785
Oleo sobre lienzo
280 x 177 cm
Colección duquesa de Osuna, Sevilla

Este soberbio lienzo fue pintado para la capilla de los padres capuchinos de San Antonio del Prado, por encargo de los duques de Medinaceli, de Madrid. Al destruirse el templo, en 1890, el cuadro pasó a la duquesa viuda de Medinaceli.

Goya, que había estudiado en las Escuelas Pías de Zaragoza, siguiendo los criterios de San José de Calasanz, el fundador de aquéllas, que fijó el culto a María como segundo ideal, preparó un espléndido boceto, dinámico y colorista que mostraba en el remate la figura de Dios Padre, rodeado por ángeles y bajo él la imagen del Espíritu Santo, que por medio de un rayo de luz transmitía el divino mensaje a la Virgen prosternada ante un ángel. Posteriormente cambió la idea y en el gran cuadro definitivo, que aquí se analiza, eliminó toda el área superior, manteniendo la paloma del Espíritu Santo, en medio de los rayos de la divina luz que descienden desde las alturas. Además consolidó los volúmenes, algo frágiles en el primitivo proyecto, dotándolos de una importante corporeidad.

Se ignoran los motivos que indujeron a Goya a transformar el boceto en el monumental grupo que protagoniza el lienzo. Lo que resulta chocante es la sustitución de los pormenores que Goya había introducido de su propia cosecha religiosa escolapia, moderna e innovadora. Probablemente la familia ducal, amante de los detalles habituales, se sintió más conforme con el lirio, recuerdo de la triple virginidad de María, y el cestillo de labor, tal y como se observa en numerosas obras de la escuela española.

También conviene destacar un elemento de rango más intelectual y erudito: en lugar del libro habitual hay un rollo (megil-láh) que alude a la calidad hebraica del Antiguo Testamento, peculiaridad que resulta aún más afirmada al similar un texto judío; es posible que haya querido fijar la atención sobre el pasaje de Isaías que supone la cimentación del espíritu profético alusivo al Mesías (habría de nacer de una virgen y sería el Salvador). Análogamente ha procedido a colocar al ángel en la situación contraria a la del boceto, con la intención de resaltar su papel. Teniendo en cuenta que la rápida visión de un cuadro se hace en la cultura occidental de izquierda a derecha a modo de lectura, que en principio es inconsciente, ha reservado el papel principal al ser descendido del empíreo que posee el papel determinante, en la medida en que transmite el mensaje de Dios. Así, en cierto modo, la Virgen María ha perdido algo de protagonismo al ser la primera figura a la que se dirige la vista, de modo que se forman unos curiosos ángulos rectos: el espectador ocasional que veía el cuadro en el altar, en principio ascendía los escalones visualmente para llegar a la Madre de Dios y concluir en su cabeza en primer término; el gesto de ésta se continúa en la mano del ángel que a su vez implica un nuevo giro de noventa grados, para ascender por su cabeza y dedo índice a la iluminación superior, ámbito ya del Verbo Divino.

La composición resulta abierta, en oposición al boceto, cerrado en el remate por la figura de Dios; aquí por el contrario existe una mayor espiritualidad, que no necesita de representación humana para sugerir el mundo celeste de donde desciende el Prodigio envuelto en luz. La Virgen revestida del manto azul de pureza y la túnica roja que preludia los dolores de su personal sufrimiento ante la pasión y muerte del Hijo, despliega una actitud reverente, con las manos unidas y la cabeza en gesto de resignada aceptación del mandato del cielo. El ángel, en contrapartida, posee una monumentalidad de índole escultórica y, tanto por la prosopopeya que implica su complejo ademán como por las alas desplegadas, la manera de imponerse a la genuflexa que tiene ante sí y el juego poderoso de paños, semeja reducir el espacio vital de esta imagen de María, que serenamente queda dominada por la abrumadora presencia del mensajero, protector y avasallador al tiempo, puesto que transmite la gloriosa salutación propiciadora de la Redención.

La Luz, la Palabra y el Designio Divino son los verdaderos protagonistas de una obra en la que las dos figuras místicamente hablando son comparsas del Acto Supremo: ante la voluntad del Todopoderoso, María se somete humildemente. A tal efecto y para resaltar aún más el carácter monumental del acontecimiento, Goya, pendiente siempre de la manera en que ha de ser contemplada la obra, coloca un sólido basamento de sillares, con dos peldaños monolíticos, en progresivo resalte, y emplea un punto de vista bajo, anunciado tímidamente en el boceto. Crea, por tanto, una pieza dotada de un impresionante colosalismo, que permite identificar la Anunciación como pocas veces ha sido concebida en total compilación de grandiosa majestad que el hecho entraña, indicio claro de la religiosidad del maestro, que denota ser consciente de tan culminante momento, recreándolo de modo inolvidable ante la posteridad.

Juan J. Luna.