XV. La pintura en la era isabelina

Por Pilar de Miguel Egea, Universidad Autónoma de Madrid.

Si ha existido en la historia de España un siglo que pueda calificarse de intenso y variado por lo que a vaivenes políticos y sociales se refiere, con la proliferación de pronunciamientos, guerras y revoluciones, ése fue sin duda el siglo XIX; un siglo del que más de su tercera parte estuvo ocupado por el reinado de Isabel II (1833-1868), cuya jefatura del Estado protagonizó el período más dilatado de las habidas a lo largo de la centuria. Ambas coordenadas, la de los acontecimientos sucedidos y la del largo tiempo transcurrido por una misma persona en el poder, no podían por menos de propiciar en el espacio cultural de España una nueva manera de sentir, de crear y de manifestarse.

La coincidencia cronológica del largo reinado de Isabel II con el de Victoria I (1838-1902) y la casualidad de que ambas monarquías estuvieran coronadas por mujeres ha propiciado en algunos estudiosos de la época el establecimiento de un cierto paralelismo entre España e Inglaterra en buena parte del siglo XIX, paralelismo cuya aceptación se ha visto favorecida por la utilización del término «era isabelina» como reflejo de la llamada «era victoriana». Esta suerte de comparación ofrece, sin embargo, serias dudas, porque si bien pudiera ser correcta desde el punto de vista formal por tratarse en ambos casos de un «largo período de tiempo histórico caracterizado por una gran innovación en las formas de vida y de cultura», según reza la segunda acepción de «era» en el diccionario de la Real Academia Española, si se desciende al fondo de todas y cada una de las manifestaciones que identifican los modos políticos, sociales, económicos y, por ende, culturales de dichos períodos, no es casi nada evidente ese pretendido paralelismo.

En el terreno estrictamente artístico, cuyo comentario es el objeto sustancial del presente artículo, resulta ciertamente difícil asumir similitudes de peso entre las manifestaciones que de esa naturaleza se produjeron en la España y en la Inglaterra decimonónicas. Y ello porque, fundamentalmente, en nuestro país no se dio una corriente unificadora del gusto tan definida como allí lo fue, ni tan marcada por los criterios personales de nuestra soberana en contraste con los de su homónima inglesa.

Al margen ya de esta digresión, lo que caracteriza sin duda a este período del siglo XIX es la eclosión del liberalismo en Europa, cuya traducción sentimental e intelectual en el mundo artístico y literario se ha dado en llamar «romanticismo». Este sentimiento, que en el caso de España surgió tardíamente respecto a Alemania y Francia, se abrió paso con fuerza y resolución precisamente en la era isabelina, debido principalmente a sucesos políticos tan trascendentes como singulares. Son palpables al efecto las actitudes románticas generadas por el triunfo del pueblo español sobre los ejércitos napoleónicos en la guerra de la Independencia, una victoria que creó un clima de exaltación nacionalista muy proclive a identificarse con las nuevas tendencias liberales que intentaron abrirse paso en el primer tercio del siglo y que fueron sofocadas por el absolutismo de Fernando VII en 1814 y 1823. Y que decir tiene al respecto, también, la crónica bélica entre isabelinos y carlistas que jalonó durante muchos años la vida española de buena parte del siglo que nos ocupa.

Es evidente que las represiones fernandinas favorecieron el posterior advenimiento del romanticismo-liberal o del liberal-romanticismo en España, según prefiera establecerse el orden terminológico, pues consecuencia de las mismas fue el exilio forzoso al extranjero de buen número de literatos y estudiosos, que tuvieron así ocasión de beber en nuevas fuentes y corrientes ideológicas e intelectuales.

Es el caso de Francisco Martínez de la Rosa, activo intercesor a la hora de comprometer a los ingleses en la defensa de España contra Napoleón, exiliado primero al peñón de la Gomera y más tarde a París por su decidido apoyo a la causa liberal. Algo semejante le ocurre a Ángel Saavedra, duque de Rivas, quien a pesar de resultar herido de gravedad en la guerra de la Independencia fue deportado sucesivamente a Inglaterra, Italia y Malta por su militancia liberal, no pudiendo regresar a España hasta la muerte de Fernando VII. También encarnizado enemigo del absolutismo y fundador de la perseguida sociedad clandestina Los numantinos, José Espronceda fue desterrado al convento franciscano de Guadalajara, del que huyó para pasar a Portugal, Londres y por último, París, ciudad en la que vivió hasta el fallecimiento del monarca absolutista. Por su parte, Larra y Zorrilla viajaron asimismo a Francia y, al igual que muchos otros de sus compatriotas, abrazaron la causa liberal.

Con la desaparición de Fernando VII se abre una etapa nueva y esperanzadora en la vida española. María Cristina de Borbón, su viuda y reina gobernadora por la minoría de edad de su hija Isabel, encara la regencia con la decidida disposición de encaminar al país por la ruta del liberalismo y de la Constitución, de lo que es buena muestra la proclamación de una amnistía que repercutió muy favorablemente en los ambientes culturales de la época.

Los ya mencionados Larra, el duque de Rivas, Espronceda y otros muchos intelectuales regresan a España y se entregan con entusiasmo a la defensa y propagación del liberalismo, porque «ser romántico y liberal era estar a la altura de los tiempos, a tono con la circunstancia histórica»1 y su concurso resulta decisivo en la europeización de España con la incorporación de las ideas políticas, sociales y culturales más avanzadas del momento.

Publicaciones periódicas

Ese impulso renovador, junto con el afán de alcanzar como resultante de tantas inquietudes una situación de libertad y progreso, alentaron la aparición de publicaciones periódicas que difundieron el ideario romántico, logrando un efecto enriquecedor en los ámbitos literarios y artísticos, así como el cambio de la mentalidad y del gusto imperantes hasta entonces en un público que no dudó en acogerlas con gran interés. Ello fue posible merced a la ya mencionada amnistía concedida por la reina gobernadora y por la política conciliadora practicada por Martínez de la Rosa, que entre otros efectos se tradujo en la reinstauración de la libertad de imprenta merced a un decreto de 4 de enero de 1834.

Esta última circunstancia propició aún más la edición de periódicos y revistas, llegándose a registrar veintisiete nuevas cabeceras sólo en Madrid y otras treinta y dos en el resto de España, en su mayoría de marcada vocación política, pero sin que faltaran algunos ejemplos dedicados a la literatura, las artes o las ciencias.

Si bien el espíritu romántico se había dejado sentir tímida y discretamente con anterioridad en las páginas de El Europeo (Barcelona, 1823-1824), no es hasta los años treinta cuando puede hablarse de una prensa romántica propiamente dicha. Las primeras cabeceras que ejercieron su influencia en el gusto estético y en las nuevas tendencias literarias surgen en Madrid, debiendo citarse al respecto El Vapor (1833 -1838), El Eco del Comercio (1834-1841), La abeja (1834-1836) y El Español (1835-1837).

Mención aparte merece la revista El Artista (1835-1836), bastión indiscutible del romanticismo artístico militante. Fundada por José Negrete, conde de Campo Alange, Federico de Madrazo y Eugenio Ochoa, estos dos últimos responsables además de las direcciones artística y literaria, respectivamente, salió a la luz el 4 de enero de 1835 con el claro propósito de «popularizar si nos es posible entre los españoles la afición a las bellas artes», expresando asimismo en su presentación:

Hay en nuestra desencantada sociedad moderna algunas almas privilegiadas que creen en las bellas artes porque son capaces de sentirlas: aún hay personas que, sin desdeñar lo positivo, aprecian lo ideal y saben que el hombre no es un materialismo mecánico, sino una creación sublime, una emanación de la divinidad... Pues bien: con estas personas habla El Artista,- a ellas solas dirige sus acentos, porque ellas serán las únicas que le comprendan2.

La revista, de periodicidad semanal y con salida fija los domingos, tenía como atractivo añadido el incluir en cada uno de sus números una o dos estampas litografiadas, contando para ello con el concurso del Real Establecimiento Litográfico que regía José de Madrazo.

Entre los colaboradores artísticos que más frecuentaron sus páginas figuran Federico de Madrazo y Carlos Luis de Ribera, este último autor de la portada de estilo neogótico del primer tomo. También plasmaron su firma Elena Feuillet, José de Madrazo, Jenaro Pérez Villaamil y extranjeros como Dauzats e Ingres. Todos ellos aportaron grabados de gran interés, «primero, porque se trata de estampas originales, no reproducciones; la segunda, porque en ellas se introduce en el grabado español el carácter del estilo romántico, que tendrá en la litografía uno de sus principales medios de expresión»3.

Muchos de estos grabados ilustraron poemas y artículos de un nutrido grupo de escritores jóvenes de la época, entre los que figuraban Espronceda, Ventura de la Vega, Gabriel García Tassara, Leopoldo Augusto de Cueto, Pedro de Madrazo, Salvador Bermúdez de Castro, Mariano Roca de Togores, el conde de Campo Alange y el marqués de Molins. Asimismo sus páginas incluyeron traducciones de Byron, Irving, Alexandre Dumas y Victor Hugo, como también críticas de exposiciones y biografías de artistas contemporáneos consagrados.

No obstante el entusiasmo desplegado por sus promotores y el prestigio de que gozaba su cuadro de colaboradores, El Artista dejó de editarse poco más de un año después de su aparición, despidiéndose de sus lectores con la suerte de epitafio siguiente:

El Artista, en el estado actual de las cosas, no se puede sostener en nuestras manos; otras más hábiles podrían acaso darle suficiente interés para que en medio de los graves cuidados que agitan en el día a todos los ánimos, se dejase leer un periódico consagrado exclusivamente a las bellas artes y a la literatura4.

Tras la desaparición de El Artista surgieron otras revistas con similar vocación, pero sin que llegaran a alcanzar su calidad literaria y artística. Es el caso de El Renacimiento, que tras una corta vida se fusionó con El Semanario Pintoresco Español (1836-1857), dirigido por Mesonero Romanos, cuya mayor virtud fue la de prodigarse en la difusión de noticias de carácter artístico, en la descripción de monumentos y en la crítica de exposiciones, influyendo así en la conformación del gusto burgués de la época.

Entre sus colaboradores artísticos esta revista contó con Leonardo Alenza (1807-1845), protegido de Mesonero Romanos y al que ilustró sus Escenas matritenses, recayendo las principales aportaciones literarias en firmas tan relevantes como las de Hartzenbusch, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado, José Zorrilla, José Alarcón, Bretón de los Herreros y el propio Mesonero.

Otras publicaciones filorrománticas de esos años, si bien su existencia fue brevísima, son El Observatorio Pintoresco, No me olvides y El Siglo XIX. Por último, y para cerrar este apartado, hay que significar la aparición en 1838 de la revista que sirvió de portavoz a una de las instituciones culturales más destacadas del período isabelino: El Liceo Artístico y Literario.

Los liceos y otros lugares de encuentro

Bajo el título de Liceo Artístico y Literario, en 1837 se constituyó en Madrid un centro de vital importancia para la innovación y el conocimiento de las artes y las letras, mundos ambos que se querían abrir camino en el espacio nacional de cara a los nuevos aires que sobrevolaban la sociedad española y que en no poca medida consiguieron descender y hacerse un hueco en los cenáculos liberales y, obviamente, románticos más influyentes del momento. Fundado por José Fernández de la Vega y establecido primeramente en su propia vivienda para pasar después al palacio de los duques de Villahermosa, en la calle de San Jerónimo y esquina con el paseo del Prado, su objetivo prioritario no es otro que «el fomento y prosperidad de las Letras y las Bellas Artes», organizándose para ello en seis secciones —literatura, pintura, escultura, arquitectura, música y declamación—, tal como se especifica en sus «constituciones» de 1838 y 1840. Pero además, el espíritu con el que se postuló su creación estaba impregnado por un claro deseo de fomentar la pacificación social, para lo cual se procuró la participación de personas de diferente condición y origen, en la convicción de que la comunicación es un instrumento indispensable a la hora de promover la comprensión y la tolerancia en una sociedad que, como la española de esos años, andaba sobrada de tensiones y crispaciones. De ahí que en este lugar de encuentro estuviera tácitamente prohibido hablar de política.

Las actividades desarrolladas por el Liceo fueron numerosas y variadas. Su vocación educativa se concretaba en la organización de sesiones públicas para dar a conocer las creaciones y habilidades, tanto literarias como artísticas, de sus socios. En el terreno de las bellas artes sus salas acogieron exposiciones, cuya calidad siempre era recogida en la prensa de la época, en las que participaron pintores como Jenaro Pérez Villaamil, José Gutiérrez de la Vega, Antonio María Esquivel, José Elbo, Vicente Camarón, Antonio Brugada y un largo etcétera, pudiéndose por tanto decir que las paredes del Liceo exhibieron obras de casi todos los artistas encuadrados en la primera generación romántica de la pintura española.

El Liceo gozó del afecto y de la protección de la reina gobernadora —los socios liceístas eran firmes partidarios de la causa isabelina—, por lo que no es de extrañar que en sus dependencias existiera una sala especial, denominada «sala regia», decorada con retratos de la familia real llevados a cabo por distintos pintores, así como con obras ejecutadas por algún miembro de la propia familia real. La misma María Cristina presentó cuadros de su autoría en las muestras de 1846 y 1848, generalmente copias de pinturas renacentistas (Rafael y Correggio) y dieciochescas (Tiepolo), modelos por los que aparte de sentir predilección le eran de fácil acceso al contar las colecciones reales sitas en Palacio con los correspondientes originales.

La participación de la reina regente en estas exposiciones tenía una doble intención. Por una parte, manifestar públicamente su interés por el Liceo; por otra, evidenciar el aprovechamiento de las lecciones impartidas por sus profesores Vicente y Bernardo López, Rosario Weiss y José y Federico de Madrazo, todos ellos pintores de cámara.

Esta vinculación de la Corona con el Liceo, materializada también por las visitas y adquisiciones de cuadros en su sede realizadas por María Cristina, se veía reforzada por la conmemoración en sus salones de algunos de los más significados acontecimientos que jalonaron la causa isabelina: la firma de la paz de Vergara, la mayoría de edad de Isabel II y las bodas reales. En esta línea de plena y recíproca identificación entre la Corona y el Liceo destaca el brillante acto organizado el 22 de diciembre de 1843 con motivo de la proclamación de Isabel II como reina de España, y en el que se hizo entrega a la nueva soberana de un álbum dedicado y compuesto por diecinueve composiciones poéticas y por trece dibujos originales a carboncillo y a la aguada, todos realizados por profesores del Liceo, ejemplar que se conserva en la Real Biblioteca y que se exhibe por primera vez en la presente muestra5.

El fenómeno protagonizado por el Liceo fue emulado en gran parte del territorio nacional, mereciendo ser citados los círculos que de similar vocación surgieron en Sevilla, Valencia, Alicante, Murcia, Granada, Cádiz, Zaragoza, Burgos, Huesca, Salamanca, Lérida, Vitoria, Valladolid, Córdoba, Almería, Badajoz, Oviedo, La Coruña y Barcelona. Asimismo, el ejemplo madrileño sirvió de modelo para la fundación de liceos al otro lado del Atlántico, como fueron los de La Habana, Chile, Perú, Venezuela y México, figurando entre sus fines, amén de difundir la cultura, el uso correcto del castellano.

Por su entidad, su proyección pública y su repercusión política y social, el Liceo Artístico y Literario se erigió durante su existencia en el círculo cultural más prestigioso del momento. Sin embargo, su protagonismo intelectual no fue único ni excluyente, puesto que sus actividades se desenvolvían en un ambiente, el madrileño de la época, en el que también proliferaban establecimientos privados, sobre todo cafés, donde tenían lugar tertulias entre escritores y artistas, cuya frecuencia e intensidad hicieron decir que constituían «el ombligo intelectual del Madrid romántico».

De todas estas tertulias, cuyo precedente como lugar de encuentro de intelectuales y revolucionarios hay que encontrarlo en otras ciudades europeas, la que se reunía en el café Príncipe y bautizada como El Parnasillo fue la más famosa, pero también resultaron muy populares las que tenían lugar en Lhardy, El Iris, La Perla, La Iberia, Venecia y El Suizo, locales todos situados en las calles céntricas de la capital. Prueba de que estas reuniones tenían entidad propia y de que no pasaban desapercibidas en la sociedad madrileña es el hecho de que fueran recogidas plástica y literariamente por los artistas y los escritores de la época. Así, Antonio María Esquivel pinta El café (Museo de Bellas Artes, Bilbao), cuadro que plasma de una manera muy gráfica el ambiente de uno de esos encuentros y presente en la exposición que nos ocupa; por su parte, Mesonero Romanos, de quien figura un retrato debido a Víctor Manzano y Mejorada (Museo Municipal, Madrid), emplea más de una vez su pluma en describir literariamente dichos ambientes.

Las exposiciones

Dentro del mundo artístico las exposiciones constituyeron el vehículo de testimonio y respuesta a los ideales de libertad e igualdad esgrimidos perseverantemente a lo largo del siglo XIX. Sin ocultar que las muestras públicas de pintura representaron un papel sustancial en la promoción personal de unos artistas francamente necesitados de estímulos, lo cierto es que también desempeñaron una labor docente en una sociedad que, ayuna de instrucción en la mayoría de los aspectos, acudía a su contemplación con curiosidad y masivamente. De ahí que estos eventos se convirtieran en una de las manifestaciones socio-culturales más destacadas del siglo.

Aunque ya desde 1815 se venían convocando exposiciones oficiales en el ámbito educativo de la Academia de San Fernando, no es hasta 1853 y por real decreto de 28 de diciembre firmado por Isabel II cuando se instituyen las Exposiciones Nacionales dependientes del Ministerio de Fomento. La norma aprobada contempla diez artículos destinados a profesionalizar estos certámenes y a regular cuestiones relativas a los jurados, premios, recompensas y adquisiciones. También pretende garantizar la calidad de las obras presentadas, en un intento de mejorar el nivel artístico alcanzado en las anteriores exposiciones oficiales, estableciendo la previa selección de las mismas, la limitación de su número por cada artista concurrente y la no admisión de copias o de autores aficionados6.

Las exposiciones así reglamentadas tuvieron una periodicidad bianual, aunque las perturbaciones políticas habidas en los años siguientes interrumpieron más de una vez el ritmo prefijado. El sistema establecido contemplaba la concesión de otorgar para cada una de las artes premios y medallas de tres categorías (teóricamente de oro, plata y bronce), denominadas de 1.a, 2.a y 3.a, así como otra de «honor» que podía recaer indistintamente en un pintor o en un escultor, reservándose para el Estado la adquisición de las obras galardonadas con la primera medalla.

La institución de estos certámenes vino impulsada por un creciente estado de opinión muy crítico con la situación de abandono que sufrían el arte y, consecuentemente, los artistas. Una situación que ya venía denunciándose desde hacía años, como bien demuestran los juicios expresados por Eugenio de Ochoa en el Semanario Pintoresco Español:

Uno de los rasgos más característicos del estado actual de España, y por actual no sólo el del momento, sino el de muchos años a esta parte, es la falta de actividad en todos los ramos que abraza la inteligencia humana. [...]

Veamos, pues, el actual estado de las bellas artes en nuestro país. ¿Puede acaso ser más lastimoso? ¿Qué corazón no se llena de amargura al ver el vergonzoso abatimiento en que han caído aquellas hermosas hijas del cielo, objeto el más digno, después de la divinidad, del culto de los hombres?7.

Ese abandono al que alude Ochoa venía motivado en buena medida por la desaparición del mecenazgo ejercido por la Iglesia y la Corona, gracias al cual había vivido el arte hasta el advenimiento del romanticismo. La Iglesia, que había perdido gran parte de sus bienes por la desamortización de Mendizábal, se conforma con mantener el patrimonio que le quedaba y apenas encarga obras nuevas. Por su parte, el mecenazgo real, que tan generoso había sido con Carlos III y Carlos IV, es interrumpido por Fernando VII, limitándose la Corona a mantener un reducido número de artistas como pintores de cámara, siempre los más afamados, y a adquirir algunos cuadros, mayoritariamente retratos y de tema histórico.

En el caso de la aristocracia también se constató su progresivo abandono como cliente tradicional, centrando sus escasas adquisiciones en retratos firmados por los pintores más en boga. La antigua, porque acusa la pérdida de influencia, y la moderna, porque concentra sus preocupaciones e intereses más en situarse en la corte que en relacionarse con el mercado del arte.

Sólo una clase social emergente y con cierto poder económico, la burguesía, empezó a interesarse por la plástica, si bien limitaba sus gustos al retrato y a cuadros de pequeño formato, costumbristas y de paisaje, destinados a decorar sus hogares. Se incorporaba así un nuevo demandante al mercado del arte, pero sin el suficiente peso como para cubrir el déficit causado por la Iglesia, la Corona y la aristocracia.

Este letargo del arte vino a despertar la preocupación del Estado, que se ve en la necesidad de ejercer una decidida protección al mismo. Para ello, además de intensificar sus ayudas a la formación artística a través de academias, de escuelas y de la concesión de pensiones, crea e institucionaliza las más arriba mencionadas Exposiciones Nacionales, certámenes que se convierten en el principal punto de venta de los artistas, muchas de cuyas obras pasan a engrosar los fondos de los museos y a decorar los organismos públicos. Se trató, pues, de una iniciativa que reactivó muy positivamente el, desde hacía muchos años, depauperado mundo del arte, constituyéndose además en un magnífico documento para el estudio del arte decimonónico: se celebraron diecisiete exposiciones, concurrieron 2.557 artistas y se exhibieron 11.419 obras, de las que más de seiscientas fueron adquiridas por el Estado; un Estado, el liberal, que demostró así desempeñar un significativo concurso en el mecenazgo artístico.

El Museo del Prado

La idea original de crear en la capital de España un museo público con criterios modernos se debe a José I y sus ministros en la época de la ocupación francesa (1808-1813), idea inspirada por el propósito de dar a conocer muchas obras de arte procedentes en su mayoría de las requisas practicadas en palacios y conventos durante la invasión napoleónica. De este modo, el 20 de diciembre de 1809 se publica un decreto cuyo primer artículo establece que «se fundará en Madrid un museo de pintura que contendrá las colecciones de las diversas escuelas y a este efecto se tomarán de todos los estamentos públicos y aun de nuestros palacios los cuadros que sean necesarios para completar la reunión que hemos decretado»8. Un año después, mediante otra norma del mismo rango, se destina el palacio de Buenavista, actual Cuartel General del Ejército y sito en la calle de Alcalá, como lugar elegido para albergar el nuevo museo, que presuntamente habría de llamarse Museo Josefino. Sin embargo, la salida definitiva de España del hermano mayor de Napoleón en 1813 no permitió la realización del pretendido museo.

Con la vuelta de Fernando VII, tras seis años de exilio en Francia, se retoma la idea, encargándose el proyecto a la Academia de San Fernando para que lo materializara en el mismo lugar, es decir, en el palacio de Buenavista. Tampoco en esta ocasión pudo prosperar el pensamiento de ejecutarlo por las dificultades que de variada índole, entre ellas las económicas, encontró la Academia.

Se atribuye a Isabel de Braganza, segunda esposa de Fernando VII, un papel primordial en la tarea de llevar a buen puerto la ejecución del ya por dos veces frustrado nuevo museo, así como en el de la elección de su definitivo emplazamiento —el actual— en el edificio erigido en el paseo del Prado por Juan de Villanueva en 1785 para Museo de Ciencias Naturales, cuyas dependencias fueron utilizadas durante la invasión napoleónica como cuartel de caballería.

A falta de una documentación escrita que pueda demostrar de modo fehaciente ese protagonismo de Isabel de Braganza, bien puede avalarlo el retrato postumo que de su figura llevó a cabo Bernardo López, ya que el lienzo sitúa a la reina de cuerpo entero, dirigiendo su mano derecha hacia el edificio Villanueva, visible a través de una ventana situada al fondo de la composición, mientras que su mano izquierda aparece posada sobre planos de distribución de los cuadros en las salas de la pinacoteca. En todo caso, el 19 de noviembre de 1819, esto es, un año después de que la soberana falleciese, fue inaugurado el museo, convirtiéndose así en realidad la idea nacida diez años antes.

Dado que los fondos del museo estaban formados en su mayor parte por cuadros procedentes de la Corona y que su dirección y administración estaban a cargo de personas pertenecientes al entorno palaciego, no es de extrañar que en el testamento otorgado por Fernando VII, dado a conocer tras su muerte en 1833, figuren como bienes patrimoniales, propiedad privada del rey, las obras expuestas en la pinacoteca. Esta disposición conduce en primera instancia a tasar dicho patrimonio, de cara a dividirlo en dos partes y a distribuirlo entre las dos hijas del monarca, Isabel y Luisa Fernanda. Sin embargo, y ante las voces discrepantes que se hacen oír en contra de la división de las colecciones, se designa una comisión para que encuentre una solución al contencioso planteado, solución que tarda en llegar. No es hasta 1845 cuando se dictamina que el patrimonio artístico real pertenece a la ya Isabel II, fijándose como contrapartida una indemnización a su hermana.

El arreglo alcanzado nunca pareció satisfacer a su madre, María Cristina, que lo recurrió largamente, hasta el punto de que todavía en 1857 sus abogados, entre los que se encontraba Manuel Cortina, mantenían vivas sus reclamaciones. Llegóse a decir que si de ella hubiera dependido el museo habría sido disuelto9.

Decidido pues el asunto, el Museo del Prado inicia una nueva etapa en la que es administrado con mentalidad palatina, como así lo pone de manifiesto el hecho de que sus sucesivos directores fueran José de Madrazo, que ocupaba el cargo desde 1838 y lo prolongó hasta 1857, Juan Antonio de Ribera (1857-1860) y Federico de Madrazo (1860-1868), todos ellos nombrados por la propia Isabel II, con el añadido de llevar aparejada esa condición con la de primer pintor de cámara, una asimilación que provocó descontento entre los pintores del propio círculo cortesano10. Isabel II quiso que los fondos del Museo procedentes de las colecciones reales quedaran vinculados a la Corona. Así lo estableció la ley de 12 de mayo de 1865 evitando que los herederos de la reina pudieran repartirse y enajenar aquellos fondos. La relación del museo con la Corona fue, como se ve, muy estrecha. Hasta el punto de hacer escribir a José de Madrazo en materia de orden interno de la pinacoteca que «Su Majestad, como dueña de éste, puede a su arbitrio enseñar o no a las personas que quiera la parte del mismo que tenga por conveniente»11.

El destronamiento de Isabel II en 1868 acaba con esa estrecha dependencia, proyectándose una nueva reglamentación dirigida a convertir los fondos del museo en bienes nacionales. Para comenzar esta nueva etapa se designa director a Antonio Gisbert, artista comprometido con la causa liberal y autor del cuadro de historia Los Comuneros que figura en esta exposición, una segunda versión del que se encuentra en el Congreso de los Diputados y que le fue encargada en su día por el entonces ministro Salustiano Olózaga.

El hecho más notorio que se registró durante el mandato de Gisbert fue la fusión del Museo Nacional de la Trinidad —institución creada el 31 de diciembre de 1837 para albergar cuadros procedentes de la desamortización y que desde 1846 compartía sede con el Ministerio de Fomento en la madrileña calle de Atocha— con el Museo del Prado. Esta decisión, que quiso justificarse en razón a «incorporar desde luego al que ayer fue Museo Real y hoy es legítimo patrimonio de la Nación, el Museo Nacional»12, respondía, no obstante, al temor no declarado de posibles reclamaciones futuras en el supuesto de una eventual restauración borbónica. En cualquier caso, esta medida resultó desde el punto de vista artístico muy negativa por cuanto que, al no disponer el Museo del Prado de los recursos necesarios para asumir tanta obra, gran número de cuadros salieron en calidad de depósito a un sinfín de dependencias oficiales, con los consiguientes riesgos de una deficiente conservación, cuando no de pérdidas irremediables.

La pintura

Una de las manifestaciones más emblemáticas del arte durante la era isabelina fue la pintura. De ello dan fe las obras elegidas para ilustrar esta exposición, consignadas y comentadas en este apartado, cuya variedad temática y compositiva ofrece al espectador una ocasión extraordinaria para poderlo así comprobar.

En la génesis del arte romántico español fue muy importante el concurso desempeñado por algunos pintores que estuvieron al servicio de Fernando VII y que alcanzaron su plena madurez artística coincidiendo con el advenimiento de Isabel II, a quien siguieron sirviendo en calidad de pintores de cámara. Tal es el caso de Vicente López, José de Madrazo y Juan Antonio de Ribera.

El valenciano Vicente López (1772-1850) recibió sus primeras enseñanzas en la Academia de San Carlos de Valencia para completarlas después en Madrid en estrecho contacto con la tradición académica que encarnaban Mengs, Francisco Bayeu y Mariano Salvador Maella, sobre todo con este último, con quien permaneció tres años. En 1814, ocupando ya Fernando VII el trono, es promocionado a primer pintor de cámara, además de ser nombrado académico-director de las enseñanzas de pintura y director del Museo del Prado.

López cultivó un amplio abanico de géneros pictóricos, sin que falte en su hacer la ejecución de frescos, como el del techo del salón de Carlos III, en el Palacio Real de Madrid. Pero sin duda, lo más destacado de su obra son los retratos, como así lo atestigua el hecho de que posaran para sus pinceles los más destacados personajes de la sociedad española de la primera mitad de siglo. Extraordinariamente dotado para el dibujo, sus retratos son minuciosos tanto en los detalles y complementos de indumentaria (encajes, joyas, condecoraciones, etc.) como en la epidermis de los rostros efigiados, cuya reproducción es tan real que llega a reflejar la «última arruga», hasta el punto, incluso, de envejecer en exceso a sus modelos. Dos valiosas muestras de este buen hacer figuran en la exposición. Carlos María Isidro (Real Academia de San Fernando, Madrid), retrato del hermano de Fernando VII que al reivindicar el trono de España por no acatar la abolición de la Ley Sálica causó la primera guerra carlista, cuya composición responde al modelo oficial, mostrando la figura de tres cuartos mirando al espectador y vestida de uniforme engalanado con la banda de Carlos III y condecoraciones. En la misma línea oficial figura el retrato de Isabel II (Ministerio de Hacienda, Madrid), fechado en 1843, en el que la reina aparece elegantemente vestida y sentada en un trono con todos los atributos del poder: la corona y el cetro de oro y cristal de roca, cuyo original, este último, también está presente en la exposición.

Debido al gran número de encargos que recibía, Vicente López disponía de un taller a la antigua usanza, con ayudantes y discípulos seguidores de su estilo. Entre ellos ocuparon un lugar destacado sus hijos Bernardo (1799-1874) y Luis López Piquer (1802-1865). De Bernardo, que fue profesor de la reina y de otros miembros de la familia real (Francisco de Asís y el infante Sebastián, entre otros), y al igual que su padre primer pintor de cámara en 1858, se muestra en la exposición una deliciosa colección de pasteles ovalados con las imágenes de las infantas Isabel, Eulalia, Paz, Pilar y del príncipe Alfonso (Palacio Real de Aranjuez y Real Alcázar de Sevilla). Por su parte, Luis, también retratista y autor de dos frescos que lucen en sendos techos del Palacio Real, tiene en su haber un estilo más personal y despegado que el practicado por su padre y, desde luego, más ambicioso que el de su hermano. Así lo avala su decisión de aceptar el encargo, mediante concurso público, de una composición que le haría famoso y que no es otra que la titulada La coronación de Quintana por la reina Isabel II (Palacio del Senado, Madrid. Depósito del Museo del Prado), acto celebrado en el Palacio del Senado el 25 de marzo de 1855 y que constituyó todo un acontecimiento13. Se trata de un retrato colectivo en el que puede reconocerse a la práctica mayoría de los personajes más relevantes de la cultura y de la política de la época; de un lienzo cuyas grandes proporciones ha impedido ser colgado en esta exposición, aunque sí puede contemplarse el boceto de la cabeza de Quintana (Biblioteca Nacional, Madrid) en el momento de serle impuesta la corona por la reina, así como el original de dicha corona y la bandeja con la que el insigne poeta, dramaturgo y político fue obsequiado.

Semejante trayectoria a la seguida por Vicente López fue la protagonizada por Juan Antonio de Ribera (1779-1860), pintor madrileño que, tras iniciarse de manos de Francisco Bayeu, obtuvo una pensión para perfeccionar sus estudios en París, donde disfrutó durante tres años de las enseñanzas del maestro David. Proclamada la guerra de la Independencia y fiel a «su» rey Carlos IV, que abandona Madrid para establecerse en el palacio Barberini de Roma, Ribera, que ya fuera pintor de cámara con Fernando VII, le sigue hasta la capital italiana, ciudad en la que nacería su hijo Carlos Luis, así llamado al ser apadrinado su bautizo por los destronados Carlos y María Luisa, y que al discurrir de los años se convertiría en uno de los pintores románticos más celebrados de la era isabelina. A la muerte de «sus» soberanos, a Ribera le encargan inventariar, custodiar y trasladar a Madrid los 688 cuadros que albergaban los aposentos de los padres de Fernando VII. Una vez vuelto a la capital de la corte, Ribera ingresa como «individuo de mérito» en la Real Academia de San Fernando merced a su cuadro La destrucción de Numancia (Real Academia de San Fernando, Madrid), lienzo incluido en la exposición, de contenido y alcance histórico-nacionalista y por supuesto ejemplarizante en cuanto que el tema evoca la inmolación de la población numantina antes de entregarse al invasor. Amén de ser nombrado pintor de cámara, época en la que por encargo pintó distintos motivos alegóricos y religiosos, así como frescos en los palacios Real y del Pardo de Madrid, y de tomar parte activa en la renovación de las enseñanzas pictóricas en 1835 como profesor del «dibujo del natural» de la Real Academia de San Fernando, sucedió en 1857 a José de Madrazo (1781-1859) en la dirección del Museo del Prado.

Este último, asimismo de formación davidiana, también acompañó a Carlos IV en su exilio romano y regresó a España con Fernando VII, emprendiendo tareas de gran trascendencia artística como fundador y director del Real Establecimiento Litográfico desde 1830, pues bajo su control y supervisión se realizaron colecciones de grabados tan destacadas como «La colección litográfica de cuadros del rey de España» y «La colección de vistas litográficas de los Sitios Reales por orden del rey de España Fernando VII de Borbón». Ya al servicio de Isabel II, pintó retratos de la reina niña, culminando su carrera profesional con su nombramiento en 1850 como primer pintor de cámara y director, como ya se ha dicho, del Museo del Prado, cargo que ocupó hasta dos años antes de su muerte.

Sin perjuicio de poseer incuestionables condiciones innatas, la herencia educativa —el purismo de la línea y la formación académica— proporcionada por sus respectivos padres y la influencia que éstos tenían en el ámbito artístico del momento, ayudaron a que tanto Federico de Madrazo como Carlos Luis de Ribera se erigieran, cada uno con una trascendencia y un eco de diferente alcance por proceder de distintos orígenes sociales, en los exponentes más preclaros de la transición pictórica hacia el romanticismo. Al igual que en el caso de sus progenitores, sus vidas guardaron un singular paralelismo, circunstancia que se inicia por coincidir su lugar y año de nacimiento (Roma, 1815) y que continúa con su primera formación en la Academia de San Fernando, su colaboración en El Artista, su simultánea estancia en País para completar estudios y su fugaz adhesión al «nazarenismo», corriente romántica alemana que influyó en la pintura religiosa practicada por ambos.

Federico de Madrazo (1815-1894) fue el retratista por excelencia de la era isabelina. A partir de 1842, por su estudio de Madrid pasa «la flor y nata» de la sociedad, esto es, aristócratas, políticos, literatos y artistas, tal como lo atestiguan el retrato de Pedro Téllez Girón, XI duque de Osuna (Banco de España, Madrid) y el del literato Ángel Saavedra, duque de Rivas (Museo Romántico, Madrid). Nombrado en 1857 primer pintor de cámara se convirtió en el retratista oficial de Isabel II, llegando a realizar nada menos que veintiocho retratos de la misma, así como otros muchos a distintos miembros de la familia real. En Isabel II (Ministerio de Hacienda, Madrid), que responde al prototipo de retrato oficial, la reina aparece ricamente ataviada y enjoyada, de pie y con los atributos del poder. También pintó en repetidas ocasiones a su marido. Don Francisco de Asís (Congreso de los Diputados, Madrid), lienzo que se exhibe por primera vez, de cuerpo entero y uniforme, en la línea de los retratos de cámara, es muy semejante al de Don Antonio de Orleans (Palacio Real, Madrid), cuñado de la soberana, que viste uniforme de capitán general con la banda de Carlos III y el Toisón. Federico de Madrazo fue especialmente cotizado como retratista de mujeres, de las que le interesaban tanto su fisonomía como el último detalle de su atuendo, envolviendo acertadamente las figuras con una luz misteriosa que contribuye a su embellecimiento e idealización, pero sin llegar nunca a perder su parecido y sacando lo mejor de cada una.

Por su parte, Carlos Luis de Ribera (1815-1891), también pintor de cámara desde 1846, ejecutó algunos retratos de Isabel II y de la familia real. Profesor de ambientación y ropaje de la Academia de San Fernando, fue maestro de los más significados pintores de historia, género que él mismo cultivó desde muy joven. El cénit de su carrera artística fue la decoración del techo del salón de sesiones del Congreso de los Diputados de Madrid, en 1850, fresco en el que, además de representar exhaustivamente la historia de la legislatura española, plasma a Isabel II en un gran medallón central, entronizada, coronada por la Fama y el Saber, y rodeada de los hombres más ilustres de España.

A medio camino entre la tradición de la pintura andaluza y el retrato cortesano es obligado mencionar a dos pintores muy significativos del romanticismo isabelino: Antonio María Esquivel (1806-1857) y José Gutiérrez de la Vega (1791 -1856), ambos sevillanos y afincados en Madrid desde 1831, y que formaron parte activa en la fundación y vida del Liceo Artístico y Literario, donde expusieron repetidas veces. Los cuadros Ventura de la Vega leyendo una obra a los actores del teatro del Príncipe (Museo Romántico, Madrid) y el retrato de José de Espronceda (Biblioteca Nacional, Madrid), ambos de Esquivel, y el realizado por Gutiérrez de la Vega a Mariano José de Larra (Museo Romántico, Madrid), son demostrativos testimonios de esa comunidad fraternal que se dio entre los artistas y los literatos de la época.

Ambos pintores aspiraron a ocupar un puesto relevante en la corte isabelina haciendo retratos de la reina. Gutiérrez de la Vega es rechazado, pero no así Esquivel, que acaba siendo nombrado pintor de cámara en 1843. Entre los muchos retratos reales que este último realizó sobresalen dos de extraordinaria calidad: Isabel II (Banco de España, Madrid), cuando todavía era niña, e Isabel II y Luisa Fernanda (Real Alcázar de Sevilla), llevado a cabo poco antes del casamiento de ambas hermanas, en el que figuran sentadas en un jardín, mostrando una actitud tan tierna y natural que bien puede atribuírsele a este lienzo la condición de ser el más romántico de los retratos cortesanos.

Aunque el retrato, fuente segura de ingresos de la mayoría de los pintores decimonónicos por la gran demanda que del mismo hicieron todas las clases sociales, proliferó por doquier, fue el costumbrismo el más singular, autóctono y espontáneo de todos los géneros presentes en el panorama artístico de esos años y, por tanto, el más romántico de ellos. Como su nombre indica, su propósito es reflejar en los lienzos todo aquello que tiene que ver con la vida popular y las costumbres, un deseo u objetivo que viene motivado fundamentalmente por dos causas: una, la mitificación foránea que se hace de España merced a los testimonios de los numerosos viajeros románticos que por entonces recorren nuestro país; dos, el anhelo propio de exaltar al pueblo como principal depositario de las tradiciones nacionales, supuestamente amenazadas por la fuerza de las influencias extranjeras.

Dentro del costumbrismo se decantan dos tendencias bien diferenciadas. Una, amable y folclorista, que se desarrolla en Andalucía, y otra, amarga y desgarrada, heredera de la tradición goyesca, que florece en el ámbito madrileño. El costumbrismo andaluz tuvo un primer precedente en Cádiz, pero se cultivó con fuerza en Sevilla coincidiendo con el gran desarrollo que adquirió la ciudad a mitad de siglo y con la presencia del duque de Montpensier y Luisa Fernanda, que se instalan en el palacio de San Telmo en 1848 y ejercen un papel decisivo en el ambiente cultural de la ciudad. Entre los primeros costumbristas sevillanos deben ser citados Antonio Cabral Bejarano (1788-1861) y su paisano José Domínguez Bécquer (1805-1841), que pinta cuadros de pequeño formato, con tipos y escenarios pintorescos, como La Giralda desde la calle Placentines (Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, Madrid).

Ambos pintores también se dedicaron a la enseñanza y fueron los iniciadores de sagas familiares cuyos miembros llevaron al género costumbrista a cotas de gran brillantez. Véase, por ejemplo, el cuadro Procesión de Viernes Santo en Sevilla de Bejarano. De entre los Bécquer, Joaquín (1817-1879) muestra una gran habilidad en la captación luminosa, lo que le llevó a realizar escenas al aire libre de gran complejidad, como La plaza de la Maestranza (Museo de San Telmo, San Sebastián) y cuadros como El baile de los gitanos (Real Alcázar, Sevilla), donde se quiere dar la visión más amable de la vida andaluza. Pero el más famoso de la dinastía fue sin duda Valeriano (1833-1870), hijo de José y hermano del poeta Gustavo Adolfo, cuya facilidad para el retrato se pone de manifiesto en Interior isabelino (Museo de Bellas Artes, Cádiz), en el que recoge con gran encanto la intimidad de un interior burgués. Sus grandes dotes de observación le llevaron a plasmar tipos populares y paisajes de distintos rincones de la geografía española, como La fuente de la ermita de Sonsoles (Museo del Prado, Madrid).

También interesado por el tema popular es Manuel Rodríguez de Guzmán (818-1867), que se especializa en la representación de ferias y fiestas andaluzas, a las que dota de gran vitalidad y animación, y de las que La feria del Rocío (Real Alcázar de Sevilla) es una de sus mejores realizaciones. Tuvieron tal éxito sus cuadros que la propia Isabel II le encarga que pinte algunos más con fiestas y escenas de otros lugares de España, circunstancia a la que corresponde el titulado Lavanderas del Manzanares (Museo del Prado, Madrid). Por último, y como colofón de estas referencias pictóricas del costumbrismo andaluz, no resulta vano decir que la contemplación de cuadros como Misa mayor en una iglesia andaluza (Museo de Bellas Artes, Bilbao), de Joaquín Fernández Cruzado (1871-1856), y La feria de Sevilla (Museo de Bellas Artes, Bilbao), de Andrés Cortés y Aguilar (1815?-1879), revelan la complejidad escenográfica y compositiva que llegan a adquirir los cuadros costumbristas.

Sin la alegría argumental y cromática de los cuadros andaluces, puesto que sus ejemplos son amargos y críticos en los temas, abocetados y sueltos en su ejecución, así como modestos en cuanto a formato, el costumbrismo madrileño representa otra visión de la vida popular y tan cercana a veces a lo goyesco que algunos de sus cultivadores han sido tachados de «imitadores» de Goya. Uno de sus máximos representantes fue Leonardo Alenza (1807-1845), protagonista de una vida tan corta como llena de dificultades, pero extraordinario dibujante. Seguramente debido a su formación académica se interesa por el género histórico y realiza cuadros como La muerte de Daoíz (Museo Romántico, Madrid), si bien son los de temas callejeros, como La sopa boba (Museo Lázaro Galdiano, Madrid), los que mejor reflejan el ambiente sórdido de la vida madrileña y que tanto le gustaba representar. También de esta corriente romántica es Eugenio Lucas (1817-1870), precisamente al que más se le ha relacionado e incluso confundido con Goya, no tanto por la técnica empleada como por la similitud de los temas tratados, especialmente los de corte taurino. En algunas de sus obras, como en la titulada La traída de aguas del Lozoya (colección particular, Madrid), donde se recoge un acontecimiento de suma importancia para la vida cotidiana de los madrileños, se vienen a fundir costumbrismo y paisaje.

Hermanado con el costumbrismo, el paisaje romántico español —vital, imaginativo y literario— es un género típicamente representativo de la época y se manifiesta casi siempre vinculado a un cierto pintoresquismo en el que lo humano y lo arquitectónico son inseparables del propio paisaje. El ferrolano Jenaro Pérez Villaamil (1807-1885) es el más destacado de los paisajistas románticos. Fuertemente influido en su juventud por el paisajismo inglés (Lewis, Turner, Palmer y su contemporáneo David Roberts), se afinca en Madrid en 1834, donde participa de lleno en la vida cultural y se convierte en el primer catedrático de Paisaje de la Academia de San Fernando. Los tres cuadros suyos aquí expuestos son un claro exponente de la riqueza y variedad de sus paisajes. En El Pórtico de la Gloria(Palacio Real, Madrid) demuestra su habilidad para la reproducción de las arquitecturas; en El viático (Real Alcázar de Sevilla) describe un paisaje interior con claras connotaciones costumbristas, y en Inauguración del ferrocarril de Langreo por la Reina Gobernadora. Entrada del tren en Gijón (Ministerio de Fomento, Madrid) da una amplia visión escenográfica, enriqueciendo el acontecimiento con un enjambre de figurillas humanas que dan gracia y vitalidad al paisaje. Además, y directamente relacionado con el concepto de paisaje del romanticismo español, hay que destacar como una de sus grandes aportaciones la edición de La España artística y monumental, realizada en París en 1842, un proyecto editorial muy ambicioso en el que se ofrece una visión arquitectónica y pintoresca de España en la línea de los libros de viajes ilustrados tan de moda por entonces. Años antes había iniciado algo similar Javier Parcerisa con sus Recuerdos y Bellezas de España (1839-1865), y años más tarde Francisco de Paula van Halen llevaría a cabo España pintoresca y artística (1844-1847), álbumes todos ellos presentes en la exposición.

Otro de los pioneros del paisajismo romántico fue el madrileño Antonio Brugada (1808-1863), que, exiliado por motivos políticos, se forma en Francia con el pintor marinista T. Goudin, especializándose en paisajes marinos donde los navios están casi siempre a merced de mares embravecidos, como en Vapor de ruedas de guerra Isabel II (Museo Naval, Madrid).

Dentro del paisajismo andaluz, Manuel Barrón y Carrillo (1814-1834), sevillano y amigo de Villaamil en su juventud, proporciona una visión grandiosa y pintoresca del paisaje al incluir figuras de bandoleros muy del gusto de los viajeros extranjeros. La cueva del Gato y Contrabandistas en la serranía de Ronda (ambos en el Museo de Bellas Artes, Sevilla) alimentan así la imagen romántica de España.

En el ámbito de Cataluña, Ramón Martí Alsina (1826-1894) es el último eslabón del paisajismo romántico, todavía presente en Paisaje (Palacio Real de Aranjuez), pero después de una estancia en París sus paisajes derivan hacia las nuevas corrientes realistas. El también de su firma La visita de Isabel II al monasterio de Montserrat (Palacio Real de Aranjuez) debe situarse entre los muchos cuadros de crónica contemporánea que se realizaron con motivo de los viajes y acontecimientos más llamativos que protagonizó la reina y que, al margen de su mayor o menor acierto en la ejecución, constituyen un valioso testimonio gráfico. Tales son los debidos a Joaquín Sigüenza, Los gloriosos trofeos ganados a los marroquíes en la toma de Tetuán por el bravo ejército español, paseados triunfalmente en presencia de SS.MM. y AA.RR. el 14 de febrero de 1860 (Palacio Real, Madrid), y a José Roldán, Su majestad la reina Isabel II en el acto de besar la mano al pobre mas antiguo del hospital de la Caridad de Sevilla (Hermandad de la Santa Caridad, Sevilla).

El recorrido hasta aquí descrito viene a poner de relieve, siquiera de forma aproximada, que el arte en la era isabelina, con sus luces y sus sombras, tuvo más importancia de lo que habitualmente se le ha venido concediendo. Por otra parte, también «descubre» que las relaciones de Isabel II con el mundo artístico que se desarrolló durante su largo reinado no fueron tan escasas ni tan distantes como algunos historiadores han sugerido o incluso sostenido con sorprendente firmeza. En su transcurso se mantuvo y promocionó a artistas que de otro modo no hubieran alcanzado el grado de maestría que hoy se les reconoce. La promoción de pintores de cámara, los reiterados encargos reales y las numerosas adquisiciones de obras de arte, llevadas a cabo por la Corona, extremos estos de los que existe abundante constancia documental en el Archivo de Palacio14, desmienten sin duda ese pretendido desinterés.

  1. Navas Ruiz, R., El Romanticismo español, Madrid, Cátedra, 1990, p. 49.
  2. Citado por Allison Peers, E., Historia del movimiento romántico español, Madrid, Credos, 1973.
  3. Gallego Gallego, A., Historia del grabado en España, Madrid, Cátedra, 1979, p. 349.
  4. El Artista, Madrid, 1936, II, p. 159.
  5. Quiero agradecer a Arancha Pérez Sánchez toda la información sobre El Liceo y la existencia del álbum dedicado a la reina, datos recogidos en su tesis, aún inédita, titulada El Liceo Artístico y Literario (1837-1851), Madrid, UAM, 2003.
  6. Véase Gutiérrez Burón, J., Exposiciones nacionales de pintura en España en el siglo XIX, Madrid, Universidad Complutense, 1987.
  7. Citado por Henares Cuéllar, I., Romanticismo y teoría del arte en España, Madrid, Cátedra, p. 59.
  8. Pérez Sánchez, A. E., Pasado, presente y futuro del Museo del Prado, Madrid, Fundación Juan March, 1977, p. 13.
  9. Gaya Ñuño, J. A., Historia del Museo del Prado (1819-1976) Madrid, Everest, 1977, p. 81.
  10. De Miguel Egea, R, «Juan Antonio de Ribera, Director del Real Museo de Pintura y Escultura y primer pintor de Cámara de Isabel II. Un nombramiento cuestionado por Federico de Madrazo», Boletín del Museo del Prado ( 1982), p. 37.
  11. Citado por Pérez Sánchez, A. E., op. cit., p. 25.
  12. Reyero Hermosilla, C., «Noticias biográficas y artísticas del pintor caudetano Cosme Alga-rra, último director del Museo Nacional de la Trinidad», en Actas del Congreso de Historia del Arte. Albacete, 1984, IV, p. 555.
  13. De Miguel Egea, P., «La coronación de Quintana, todo un acontecimiento», en Tiempo y espacio en el arte (homenaje al profesor Antonio Bonet Correa). Madrid, Complutense, 1994.
  14. Reyero Hermosilla C., «Isabel II y la pintura de historia», Reales Sitios (1991).