V. El lugar del espectador

Si la escultura ocupa un sitio, ¿cuál ha de ser el del espectador? A despecho de lo que acontece con la pintura, que establece un lugar fijo, la escultura impone a veces un desplazamiento. La escultura monumental y el relieve presuponen sin embargo un espectador inmóvil. Bien por la situación elevada o porque la obra está dentro de un nicho, la visión frontal predomina en la estatutaria monumental. Es más, cuando una escultura de bulto completo es contemplada desde cerca, apeada de su emplazamiento, se aprecia que por detrás no está terminada; por otra parte, toda la acción se dirige hacia el frente y carece de interés la contemplación lateral. Es evidente que el escultor ha enriquecido la visión frontal; todo apela a ella, los brazos, las piernas, la mirada.

Una gran parte de la estatutaria egipcia y mesopotámica ha nacido condicionada por la arquitectura. Su volumen es ortogonal, es decir, está contenido virtualmente en la forma de un cubo o un sillar. Los famosos toros alados asirios [FIGURA 1], colocados a los lados de las puertas de la ciudad, ofrecen dos caras a la visión. En la visión frontal se percibe un toro con dos patas, y en la lateral, uno con cuatro patas. No está prevista la visión en escorzo, que nos presenta un curioso animal de cinco patas. En todas las caras la talla es de relieve, pues no está perforado el bloque.

El predominio de la contemplación frontal condujo a Lange a formular la «ley de frontalidad», aplicable a la escultura de muchos pueblos prehistóricos, a la de Egipto y la de la Grecia arcaica. Según ella, con independencia de la posición que ocupe la figura, hay una línea de simetría que parte de la frente, pasa por la nariz, el esternón, el ombligo y los órganos sexuales y divide el cuerpo en dos partes iguales; no hay torsión, aunque sí puede existir inclinación hacia adelante o hacia atrás.

Esta frontalidad hace que la figura adopte la disposición de un relieve y parezca definir perfectamente lo esencial de la figura. Pero si el espectador se desplaza encontrará las visiones laterales y posteriores, todas ellas diferenciadas y secundarias. Dicho de otro modo, la concepción escultórica en Egipto y la Grecia arcaica es la de un bloque ortogonal, del cual se ha hecho emerger una figura humana por medio de cuatro relieves. Es como si la escultura aplicada a un ángulo se hubiera desgajado, imponiendo la necesidad de hallar el otro costado y el dorso. Fue la primera aparición del bulto completo, por suma de las cuatro visiones, de los cuatro relieves [FIGURA 2].

Pero a medida que la escultura se fue separando de la pared hasta lograr su pleno aislamiento en el espacio, se fue imponiendo la necesidad de apreciar el volumen en redondo. Por fuerza, la teoría y la práctica hubieron de coincidir, y el hábito de ver influyó sin duda en el hábito de esculpir. Por esta misma razón, el espectador actual tiene que seguir la práctica del giro.

Con todo, el predominio de la visión frontal se mantuvo, y en pleno Renacimiento condicionaba aún la obra de Miguel Angel. Como ha observado Wittkower, Miguel Angel operaba con arreglo al concepto de dos relieves, uno frontal y otro dorsal, que empalmados determinaban un bulto redondo, favorecido en la visión frontal.

La evolución de la estatuaria griega consiste en un progresivo abandono del predominio frontal en beneficio de las visiones que surgen del giro alrededor del objeto.

Es preciso señalar que la visión en redondo ya se da en Grecia, en aquellas figuras asimiladas al culto del árbol en cuanto personificación de una diosa, como la famosa Hera de Samos [FIGURA 3]. La diosa se reduce a una columna, que tiene su inspiración en el árbol. Pero en general la evolución parte del concepto de unidad del bloque ortogonal. A medida que el espectador se va acostumbrando a las visiones angulares, el escultor va resolviendo el problema de la continuidad del giro. Con todo, esta visión angular raramente será grata. Los kuroi arcaicos ofrecen un aspecto frontal principal y un dorsal que semeja la fachada posterior, pero con una bella disposición de los mechones del cabello. Las visiones laterales tienen su gracia por el compás abierto de las piernas y la flexión del brazo.

El cambio que introduce Policleto es fundamentalmente el debilitamiento de la «frontalidad», lo cual determina la desaparición de la simetría. El cuerpo abandona el «plano medio», de suerte que los puntos centrales siguen una línea ondulada; los miembros realizan acciones diversas que procuran compensarse para mantener el equilibrio; la propia cabeza se tuerce hacia un lado. De esta manera se inicia un leve movimiento de torsión, pero la visión frontal sigue siendo preponderante.

Se llega así a la visión lateral de cuarenta y cinco grados, que en Lisipo ya no guarda ninguna relación con el carácter de relieve de los kuroi arcaicos. Aparecen ahora acciones diferentes; la longitud del brazo extendido, por ejemplo, pone de manifiesto que el cuerpo humano es algo más que una fachada principal. La flexibilidad con que se arquean los miembros demuestra que este nuevo lenguaje no resulta forzado. Existe, pues, con relación al cuerpo humano, una visión de costado que puede ser tan importante como la principal [FIGURA 4]. Llevar la vista hacia el dorso será otra novedad. No importa que en la Venus Kalipigia sea esto una anécdota de intención erótica. El auge que adquiere el desnudo femenino —la estatua de Afrodita— no deja de ser un recurso para valorizar el dorso humano. Lo contrario acontecía en las estatuas griegas arcaicas, en las que la parte posterior sólo ofrece como elemento descollante la cabellera.

De esta manera el escultor griego ha ido descubriendo el valor de todo el cuerpo humano suscitando con este enriquecimiento el interés del espectador. Durante el período helenístico estas innovaciones pasan de la figura aislada al grupo. La descripción de una acción compleja ya no es accesible al golpe de vista y requiere el desplazamiento alrededor del grupo. El escultor ha reunido las figuras y los elementos de paisaje sobre una plataforma con criterio de visión en redondo. Si el Laoconte es todavía un grupo escultórico esencialmente frontal, el Toro Farnesio (Museo de Nápoles) es un relato que exige diferentes puntos de vista para «entender» su significado. Esto nos introduce en la temporalidad de la visión, aspecto que consideraremos más adelante. Hay una suma de figuras y acciones que se organizan en la sucesión temporal del giro en torno del grupo. Por ello la museografía estudia los espacios para la circulación de los espectadores.

La lección de Grecia se ha tenido en cuenta en todos los períodos. El renacimiento y el Barroco dan constancia de su cumplimiento. Aunque el trabajo de Miguel Angel se acomoda al sistema de doble relieve, anterior y posterior, no por ello deja de dominar perfectamente el espacio circundante. Un buen ejemplo es el David [FIGURA 5], en el Museo de la Academia de Florencia. La cabeza vuelta, la inclinación de una pierna, el brazo izquierdo flexionado, invitan al espectador a rodear la figura, y le permiten admirar toda la imponente belleza de la virilidad del dorso. Es un giro suave, lento, en el cual no se pierde nunca la verticalidad de la figura.

Los manieristas imponen la circunvalación de la obra por medio del dispositivo helicoidal de la figuras, que arrastran al espectador. En tanto que Leonardo defendía la teoría del doble punto de visto antero-posterior, Benvenuto Cellini —otro teórico— proponía ocho puntos de vista, o sea, cuatro ortogonales y cuatro angulares, aunque ya se sabe que los teóricos son propensos al dogma. Al atacar el punto de vista exclusivo, que inmoviliza al espectador, Cellini propuso ocho, pero, a decir verdad, rodear la escultura implica un número infinito de puntos de vista sucesivos; por eso el movimiento helicoidal es lo más adecuado para potenciar esta actitud. Un ejemplo clásico en Juan de Bolonia cuyo Mercurio [FIGURA 6] se apoya en un sólo pie, como un acróbata que hiciera una exhibición de inestabilidad y torbellino. El espectador no podrá apreciarlo si no se desplaza.

Ahora bien, este desplazamiento debe ser un giro concéntrico, porque el escultor ha establecido un punto central. Pero el itinerario resulta fluido, ya que la escultura atrae hacia el centro. Posteriormente, en la etapa barroca, el contemplador se verá implicado tensionalmente, en virtud de la torsión de la escultura, que dispara la acción hacia el exterior. Se trata de actitudes muy características del arte barroco. El David de Bernini, por ejemplo, obliga al espectador a contener un gesto de defensa ante la honda que esgrime el héroe. Y diríase que hay que guardar determinadas distancias. Nos movemos en torno de la figura, no ya en un giro fluido, sino escogiendo ángulos y estableciendo diferentes distancias, pues en la obra la acción se aplica direccionalmente, por lo común en sentido oblicuo.

FIGURA 7. Gregorio Fernández: Paso de la Piedad. 1617. Valladolid. Museo Nacional de Escultura.
FIGURA 7. Gregorio Fernández: "Paso de la Piedad". 1617. Valladolid. Museo Nacional de Escultura.

Por otra parte, el Barroco compone escenas verídicas pobladas de figuras que ofrecen al pueblo la posibilidad de curiosear, de mirar todo lo que encierran. Un paso vallisoletano del siglo XVII [FIGURA 7] ofrece la prueba. La gente se acerca, se aparta, lo contempla de frente, de costado o por detrás, tiene que empinarse y agacharse. Si no lo hace no podrá descubrir todos los valores que encierran estos grupos procesionales.