Patronos, clientes y público

En el proceso comunicativo de una obra de arte es importantísimo el receptor por lo que tiene de influencia en el artista y consecuentemente en la obra. Los patronos, frase feliz de Haskell, engloban a los mecenas del Renacimiento, a los estamentos de poder -Iglesia, Rey y corporaciones-, a las asociaciones, a los marchands desde Watteau -recordemos el poder de Gersaint -hasta nuestros días, y a los nuevos mecenas -léase instituciones, bancos, cajas de ahorro, empresas nacionales y multinacionales, fundaciones y, en última instancia, los particulares-. El cliente está a caballo entre el patrón y el público, ya que desde siempre ha necesitado un alto status socioeconómico, igual o superior al patrón y como contrapartida no ha influido en el artista de manera tan directa -Idea- pero sí en el éxito de una u otra corriente o tendencia, cuando este coleccionismo se nutre de obras contemporáneas a él. El público es el único de los tres estamentos que se convierte en mero receptor y en ocasiones, como veremos, su gusto particular no incide, por suerte, en la evolución de las formas artísticas, sino que a la larga se integra en ellas, asumiéndolas.

Las relaciones entre el artista y los receptores

Si analizamos el papel real del artista podemos constatar que ha pasado por un amplio ciclo. Empezó siendo un trabajador manual que operaba por encargo. La iniciativa estaba en el comitente: primero la Iglesia, luego los grandes financieros florentinos, etc.

El papel del comitente era a veces muy importante, hasta el punto de que muchas ideas de los artistas, como ya hemos comentado, parecen poder ser atribuidas a los clientes que al mismo tiempo, eran cultos e inteligentes, como es el caso de Lorenzo el Magnífico.

Con la creación de la Academia se separaron dos tipos de artistas: los de Bellas Artes que fueron ensalzados, y los que se quedaron en las corporaciones gremiales que continuaron trabajando para un arte al uso de las clases medias o para la fabricación de objetos utilitarios.

El encargo, muy a menudo un gran encargo, continuaba siendo -eclesiástico o principesco -la base de la existencia de las obras y del status socioeconómico de los artistas. Este status, en consecuencia, dependía mucho del gusto de los comitentes o coleccionistas.

Tras las revoluciones burguesas aparece el fenómeno del mercado. El artista trabaja, aparentemente en libertad, para un comprador futuro desconocido. Ello le lleva a realizar cuadros de caballete, objetos pequeños, transportables y más económicos. Le conduce también a tratar temas susceptibles de tener éxito, como los que sugieren el bienestar de la nueva clase: los interiores maravillosos de Holanda, los campos llenos de riqueza agrícola, los fastuosos bodegones con ricos manjares y objetos de lujo, las fiestas de la ciudad, las corporaciones orgullosas de su poder, los trajes, los uniformes...y, como complemento, las representaciones de la vida popular tomada como espectáculo: juegos, corridas, procesiones, etc.

El papel de las corporaciones públicas en el siglo XIX intentará remediar el mecenazgo principesco y sólo conseguirá la retórica y la teatralidad de las denominadas pinturas de historia. El arte de calidad se continuará en gran parte haciendo para la burguesía, hecho apreciable de forma especial desde mediados de siglo.

La progresiva desaparición del artista que, a través del marchante, comunica con el mercado, lleva a la sustitución del papel de promotores que desde mediados del siglo XIX, estaban cumpliendo los marchantes, por un papel de vendedores de cara a la especulación, la inversión u otras finalidades puramente económicas. Asimismo, en los últimos tiempos se ha de poner de relieve la aparición de fundaciones culturales asociadas y dependientes bien del capital privado, bien del mundo de las finanzas y la banca.

El artista no puede ser definido, pues, como un ente, sino que se ha de estudiar como un personaje continuamente cambiante e inserto de modos muy distintos en la sociedad de su tiempo.

Ello se traduce no sólo en diferencias de calidad de la obra sino también en status social: no es lo mismo el pintor gran señor tipo Leonardo que el pintor que todavía vende en el mercado y tiene que apresurarse para obtener una rentabilidad.

También se traduce en el grado de libertad creadora. El artista con mecenas podía compenetrarse con su protector y llegar a obtener un gran poder personal en favor de la creatividad.

El artista para el mercado tiene dos opciones: o sigue el gusto del público para asegurarse la venta fácil y renuncia a crear, o escoge el sistema de la vanguardia, de éxito mucho más problemático, porque defrauda el sistema de esperas del público, pero que, en caso de acertar con su nuevo producto nuevo, se coloca  en una posibilidad de monopolio o, por lo menos de privilegio, que le permite encumbrarse no sólo en fama sino también en cotización.

Ello es causa de la aparente paradoja de que hoy se pagan menos las obras de los artistas que gustan a la mayoría de la gente y mucho más las de los artistas que a esa mayoría no le place.

Todo, pues, se resume y comprende si previamente analizamos las relaciones del artista con estos tres estamentos: patrono, cliente y público.

El coleccionismo

Así como el cliente compra la obra en base a considerarla un objeto de disfrute y/o decoración, el coleccionista tiene voluntad de coleccionar, pasión por hacerlo. Muchos clientes, con el tiempo, han pasado a ser coleccionistas.

El coleccionismo puede ser de varios tipos y responder a determinados gustos, pudiéndose clasificar en ecléctico y de tendencia. El primero responde a una voluntad de valorar la obra por su calidad al margen de tendencias, siendo representativo el caso del marqués Vecenzo Giustiniani, que tenía en su casa trece Caravaggios, obras de Carracci, maestros del altorrenacimiento veneciano y de Luca Cambiaso, es decir cuatro opciones ideológicamente contrapuestas. Asimismo, los monarcas españoles de los siglos XVI y XVII tenían un espíritu acumulativo, que dio como consecuencia la importante colección del actual Museo de Prado. Los ejemplos serían variados hasta llegar a la edad contemporánea, momento en el que aparece el coleccionismo que nosotros llamamos ideológico, es decir, aquel que opta por una opción porque renazca de manera visceral la otra. El Neoclasicismo o las colecciones de arte abstracto son una buena muestra. Por último, y cercano a éste, encontramos el coleccionismo de tendencia que opta por agrupaciones de escuelas, estilos o ismos, autores, temáticas, tipologías... Aquí podríamos citar la colección Buchheim de expresionistas alemanes, la Ludwigh de vanguardia rusa, a la que añade una importante de pop-art americano; mientras que en el primer grupo destaca la colección del barón von Thyssen que, por su diversidad, puede ofrecer una completa panorámica desde la Edad Media a la actualidad.

El gusto

Todo este proceso artista / comitente -obra- patrón / cliente / coleccionista y público nos plantea uno de los problemas clave de la valoración artística: el gusto.

El gusto había sido ya aludido por F. Baldinucci (Florencia 1624-1696), en su obra Notizie dei professori del disegno de Cimabue in qua, y fue muy estudiado el tema en el siglo XVIII como fenómeno psicológico. Era el "no se qué" de Gracián, y tenía un carácter misterioso, refinado, culto y casi sofisticado. Por ello cayó en desuso este concepto por la crítica moderna.

Recientemente, desde que se ha producido el desarrollo de la lingüística, de la informática y de las ciencias de la comunicación, el concepto de gusto ha vuelto a tomar importancia.

Ahora lo vemos, como lo define uno de sus especialistas, Gillo Dorfles, como una reacción popular ante las obras y las tendencias del arte. El gusto es la aceptación  de unos códigos por parte de una gran mayoría de la gente, que descubre con ellos la posibilidad de comunicarse algo nuevo.

Pero el consumo, el uso, desgastan el código, puesto que, por una reacción psicológicamente común, las cosas que significan cosas terminan significándose a sí mismas. Delante de un Cristo en la cruz, tal vez sea difícil para algunos ver a una imagen de Jesús; ante todo reconocemos algo que se denomina Crucifixión. Este proceso de desgaste de las significaciones tiene una gran importancia porque es una de las causas, quizá la más importante, de los cambios de gusto que obligan a cambiar, a aportar formas nuevas, que llegarán con toda su carga de posibilidades semánticas.

El gusto lleva a veces la necesidad de ir acentuando características, como el glotón que necesita ir añadiendo especias a sus comidas. Ello ocurrió, por ejemplo, en el paso del Barroco al Rococó. También sucedió cuando las imágenes religiosas fueron requiriendo cada vez más realismo, hasta llegar a incorporarles ojos de cristal, cabelleras y ostentosos trajes de tela.

En más de una ocasión, el gusto opera por rechazo, e incluso se podría hablar de rechazo radical, como demuestra el cambio producido en el paso del Rococó al Neoclasicismo.

El gusto es lo que confiere interés a los artistas mediocres y a las obras de la misma categoría; en cambio, los grandes artistas suelen obtener de su aceptación una gran libertad que los desata considerablemente de las pasiones del gusto que les rodea, mientras que los que no tienen tanta fama ni tanta personalidad, se dejan llevar como barómetros por todas las presiones del ambiente que les rodea y nos dan un retrato mucho más fiel de su época. Si no fuese por detalles de indumentaria, más de una obra de F. de Goya podría ser datada hacia 1870; pero en cambio la obra de L. Paret y Alcázar retrata a la perfección su siglo XVIII en escenas cortesanas. Por ello es importante no hablar sólo del gran arte y los grandes artistas, sino de todos los niveles.

El gusto era aludido en el siglo XVII por F. Baldinucci en un doble sentido: como la facultad que reconoce lo mejor y también como la manera de trabajar de cada artista. Roger de Piles, en su obra Abregé de la vie des peintres, decía que el gusto es una idea que aparece como consecuencia de las inclinaciones del pintor o que ha sido formada en él por la educación y que, por tanto, cada escuela tiene su gusto. En relación a lo mediocre afirmaba que «sólo se puede consentir en las artes que son necesarias para el uso ordinario y no en las que se han inventado para ornamento del mundo y para el placer». En 1762, Antón Rafael Mengs identificaba gusto con la facultad propia de cada artista para escoger lo que le parece lo mejor, idea que introduce el concepto de una perfección que se encontraría fuera de la realidad concreta de las obras como una tendencia hacia algo inasequible pero respecto a la cual cada realización puede representar un acercamiento. Para él, el gusto ya no era el arte, ni la crítica, ni una intuición, ni un concepto, sino la preferencia entre los elementos que se insertan en la obra.

En aquella manera de ver, el gusto era hasta cierto punto opuesto al genio. E. Kant, en su obra Crítica del juicio, ve en el genio la facultad de producir e en el gusto la facultad de juzgar. Pero la ciencia moderna desde B. Croce tendió a identificar el genio con el gusto, a expensas de éste, por lo que se abrió un período de indiferencia sobre el tema.

La reivindicación del concepto de gusto en su acepción social ha sido obra esencialmente de Gillo Dorfles en una larga serie de obras y de Galvano della Volpe.

Estudiando la historiografía del arte nos damos cuenta de la manera cómo han cambiado los sistemas de valores colectivos -los gustos- a lo largo del centenar de años de desarrollo de la disciplina. Hace unos cien años las figuras de Rafael y de Marià Fortuny tenían ciertamente unos papeles presidenciales que ahora no son tan grandes. A mediados del siglo XIX, B. E. Murillo era tenido por el más grande pintor español y F. Zurbarán era casi ignorado: hoy es distinto. J. Ruskin y los prerrafaelistas lucharon para revalorizar la figura de Sandro Botticelli y ello les costó mucho. Fue preciso el éxito mundano de Aubrey Beardsley para que, en los alrededores de 1900, Botticelli fuese valorado de nuevo.

Piero della Francesca fue considerado como un artista secundario y en cambio ahora está conceptuado como uno de los más grandes pintores del Renacimiento italiano. Georges de la Tour, de quien nadie hablaba hace treinta años, es actualmente conceptuado como un gran artista, uno de los mayores de la época barroca.

En esta línea de hechos, un caso notable en los ismos del siglo XX es lo acaecido con el movimiento expresionista, que experimentó un alza notable al finalizar la Segunda Guerra Mundial, volviendo a experimentar un resurgir a mediados de la década de los setenta con el movimiento denominado Transvanguardia.

La crítica de arte y el proceso artístico: evolución y gusto.

El estudio de la crítica de arte es indispensable para valorar los cambios producidos en el arte y en el gusto del público. Sin embargo. los tratadistas de arte en ocasiones van a remolque de las innovaciones artísticas, sólo a veces se dan parejas teoría y arte y raramente se anticipan a los resultados plásticos influyendo en las realizaciones. Por suerte para el arte, la mayoría de los críticos se han situado en una postura retardataria que ha obviado o rechazado los avances plásticos que con el tiempo han sido considerados capitales. El ejemplo de Carducho y la mayoría de tratadistas de su época hacia el Naturalismo y Caravaggio en particular, así como el rechazo de los temas bodegonistas es paradigmático. Es sintomática la opinión partidista de Pacheco en relación a su yerno Velázquez, ya que después de rechazar la pintura de naturalezas muertas escribe: «(...) ¿Pues qué? ¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí, si son pintados como mi yerno los pintaba alzándose con esta parte sin dexar lugar a otro y merecen estimación grandísima (...)». Asimismo, el Impresionismo y el Fauvismo fueron rechazados por una crítica oficialista y miope, al igual que el arte abstracto. Esto confirma que el artista, por encima del gusto, busca revolucionar las formas al margen de esta crítica que en la actualidad no descubre nuevos valores, sino que habla de ellos una vez están consolidados. El caso de Barceló es sintomático: de olvidado por la crítica pasó a ser ensalzado a raíz de su participación en la Feria de Basilea de 1983 y su primera gran exposición internacional en la Galería Yvon Lambert de París. Cabe aquí hablar del marchand, en ocasiones verdadero promotor y difusor de las nuevas vanguardias artísticas, personaje mucho más valiente que el crítico porque, en definitiva, arriesga su dinero -aunque, no seamos románticos, pocas veces lo pierde.

El mercado

Para que la obra llegue al cliente es necesaria, casi siempre, la labor de un intermediario, sea marchante, vendedor, galerista o se encauce a través de las subastas. La venta es rara veces directa por parte del artista, ya sea en su taller o en lugares públicos. En el siglo XVII en España, la calle Mayor de Madrid destacó, como zona comercial, y en ella se incluía el comercio artístico, ya sea en tiendas o de manera ambulante, extendiéndose su radio de acción a la calle Toledo, Barquillo, Red de san Luis y aledaños. La figura del marchand -palabra francesa que aparece por primera vez en las relaciones del anticuario Gersaint y Wattteau o su poulain- llamado en España tratante, así como la del corredor -según feliz término utilizado por Martín González- que se encargaba de llevar las obras de arte a ultramar, son indispensables para el comercio artístico. Este fue más importante en las zonas burguesas, en especial Holanda.

Las galerías de arte tienen su inicio como comercio en el siglo XIX y en Durand-Ruel su organización, siendo en la actualidad el vehículo idóneo para la venta, mientras que las salas de subastas acostumbran a no vender obras actuales, lo que las hace más un reflejo del pasado que del presente, diferenciándose de los anticuarios sólo por el sistema de venta y siendo un claro termómetro de los valores económicos del Arte. Al ser de carácter público han servido como plataforma especulativa, lanzando a la fama a autores de segunda categoría -en España, a inicios de los sesenta, suponen el auge de un pintor como Julio Romero de Torres-, han hecho subir los precios a límites insospechados -Los girasoles de Van Gogh- y han transformado gustos -el auge actual de los postimpresionistas.