XIII. El tiempo

Hay tres referencias al tiempo en la escultura. La primera remite al período de ejecución de la obra. La comparación con otras artes y sobre todo con la pintura surge de inmediato. Sin entrar en el problema de la calidad, de ordinario se requiere más tiempo para esculpir que para pintar. Influye mucho en ello la fase preparatoria. Los grandes maestros incluso han acudido a las canteras para escoger sus bloques. El desbastado de esos pesados bloques, que en el estudio se mueven con dificultad, es operación fatigosa y lenta.

Hay otra connotación temporal: la duración. En la polémica entre pintores y escultores, éstos aducían que la escultura es más duradera, lo cual es cierto si se piensa en el mármol y el bronce. Pude sostenerse que las estatuas egipcias presentan hoy casi el mismo aspecto que tenían recién acabadas, cosa que no puede decirse de su pintura.

Pero hay una referencia que especialmente interesa aquí: la dimensión temporal sugerida por la misma obra, contenido puramente artístico que puede ir de lo eterno e inmutable a lo efímero e instantáneo y que afecta al contemplador. Una obra de arte no existe por sí misma; no es concebible su narcisismo. El destinatario está alrededor.

La Esfinge de Gizéh sigue mirando con sus ojos petrificados el nacimiento del sol, inmóvil y sabedora de los arcanos divinos. Así, eternas, se muestran también las estatuas de los dioses y faraones del antiguo Egipto.

El tiempo de los griegos también se expresó al principio como eterno, pero poco a poco el desarrollo de la civilización impuso un tipo de vida más cercano a lo práctico; con el consiguiente sentimiento de la caducidad y lo transitorio que testimonió la escultura. De la intemporalidad de los kuroi arcaicos —monumentos al heroísmo— se fue accediendo al análisis de los ejercicios físicos y a actitudes que reflejan la transitoriedad despaciosa, tan característica de la estatutaria clásica. Esa Atenea pensativa del Museo de la Acrópolis de Atenas representa una larga meditación. El Discóbolo de Mirón es menos dinámico de lo que pudiera parecer, y algunos han censurado su inmovilismo, propio de un relieve. Lo cierto es que allí se representa el lento proceso de concentración de un atleta. Se trata de un transcurrir lento, que es el tiempo del clasicismo. Las esculturas definen acciones en su despacioso discurrir.

Aparece después una temporalidad fugaz en los gestos naturalistas del siglo IV, como la sonrisa, y un tiempo concentrado en el período helenístico. Se procura decir todo a la vez, como en el Laoconte [FIGURA 1]. El relato de Virgilio está lleno de pormenores heroicos y trágicos; surgen del mar las serpientes, entran en Troya y se enroscan en los cuerpos de Laoconte y sus hijos. Pero el escultor lo refiere todo de golpe, en un instante. En el grupo está el dolor físico, el moral y el psicológico, es de tal intensidad que el espectador no puede soportar que el sacrificio se prolongue.

Esta experiencia del tiempo es una constante de la escultura. El San Jorge de Donatello (Florencia, Museo del Barguello), firme e inmutable, apoyado en los pies y el escudo, mirando de frente, decidido, representa un reto a la eternidad, un canto a la juventud. Miguel Angel nos sumerge en la meditación de Lorenzo de Médicis y acorta el tiempo en el Moisés, cuyo rostro se enciende, se expanden los músculos, la figura parece estar a punto de incorporarse y romper las tablas.

Bernini es ya el tiempo breve. Las apariciones que describe (Santa Teresa, Constantino) se producen súbitamente e intenta, además, expresar el cambio de naturaleza: en el grupo Apolo y Dafne, apenas el dios pone los dedos en el cuerpo de su perseguida, ésta comienza a transformarse en un laurel. Es la menor fracción de tiempo expresada por la escultura [FIGURA 2].

Gian Lorenzo Bernini: Apolo y Dafne. 1622-1625. Roma. Galería Borghese.FIGURA 2

Gian Lorenzo Bernini: "Apolo y Dafne". 1622-1625. Roma. Galería Borghese.

No sólo el tiempo es brevísimo, fugaz, en esta obra, sino que Bernini ha logrado representar el tiempo del milagro. Es menos que un instante, porque no puede medirse. Es la secuencia de una acción que se apoya en la anterior.